"Ventana abierta"
Orar cuando no sabemos cómo
Ciudad Redonda
Ron Rolheiser
(Trad. Benjamín Elcano, cmf)
Nos enseñó a orar aun sin saber cómo orar. Ese es un comentario hecho a veces sobre
Henri Nouwen.
Parece casi
contradictorio decir eso. ¿Cómo puede alguien enseñarnos a orar cuando él mismo
no sabe cómo? Bueno, dos complejidades conspiraron juntas aquí. Henri Nouwen
fue una única mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe. Eso también
describe la oración, en esta vida. Nouwen sencillamente compartió, de manera
humilde y honrada, sus propias luchas con la oración, y al ver sus luchas, el
resto de nosotros aprendimos mucho sobre cómo la oración es precisamente esta
extraña mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe.
La oración, como sabemos, ha sido definida clásicamente como “la elevación
de la mente y el corazón a Dios”, y dado que nuestras mentes y corazones son
patológicamente complejos, así también será nuestra oración. Dará voz no sólo a
nuestra fe sino también a nuestra duda. Además, en la carta a los Romanos, san
Pablo nos dice que cuando no sabemos cómo orar, el espíritu de Dios, con
gemidos inenarrables, ora por medio de nosotros. Sospecho que no siempre
reconocemos todas las formas que toma, cómo Dios ora a veces a través de
nuestros gemidos y nuestras debilidades.
El renombrado predicador Frederick Buechner habla de algo que llama
“oraciones mutiladas que están escondidas en nuestras blasfemias menores” y son
expresadas con los dientes apretados: “¡Dios me valga!”, “¡Jesucristo!”, “¡Por
Dios!” ¿Son oraciones estas expresiones? ¿Por qué no? Si la oración consiste en
elevar la mente y el corazón a Dios, ¿no es esto lo que hay en nuestra mente y
corazón en ese momento? ¿No hay una brutal honradez en esto? Jaques Loew, uno
de los fundadores del movimiento Cura-Obrero en Francia, cuenta cómo, mientras
trabajaba en una fábrica, a veces lo hacía con un grupo de hombres que cargaban
pesadas bolsas en un camión. De vez en cuando, a uno de los hombres se le caía
por casualidad una de las bolsas, que se rompía dejando aquello hecho un
desastre; y una mini-blasfemia brotaba de los labios de ese hombre. Loew, en
parte seriamente y en parte bromeando, señala que, mientras el hombre no estaba
diciendo precisamente el Padrenuestro, estaba invocando el nombre de Dios con
verdadera honradez.
Así pues, ¿es esto en realidad una genuina modalidad de oración o es tomar
el nombre de Dios en vano? ¿Es esto algo que deberíamos confesar como un pecado
más bien que reclamarlo como una oración?
El mandamiento de no tomar el nombre de Dios en vano tiene poco que ver
con esas mini-blasfemias que se deslizan entre los dientes apretados cuando se
nos cae una bolsa de comestibles, nos machacamos dolorosamente un dedo o caemos
en un frustrante embotellamiento de tráfico. Lo que expresamos entonces puede
muy bien ser estéticamente ofensivo, de mal gusto y lo bastante irrespetuoso
para otros, de modo que algún pecado se halle en él, pero eso no es tomar el
nombre de Dios en vano. En realidad, no hay nada falso al respecto. De alguna
manera, es lo contrario de lo que el mandamiento tiene en mente.
Nosotros tendemos a pensar en la oración demasiado piadosamente. Raramente
resulta una genuina oración altruista que brota de una atención concentrada que
está basada en la gratitud y en una conciencia de Dios. La mayor parte del
tiempo, nuestra oración es una realidad muy adulterada; y, por eso, todo lo más
honrada y poderosa.
Por ejemplo, una de nuestras grandes luchas con la oración es que no
resulta fácil confiar en que la oración marque la diferencia. Vemos los
noticiarios de la noche, vemos la invadida polarización, la amargura, el odio,
el autointerés y la dureza de corazón que hay aparentemente por todos sitios, y
perdemos el corazón. ¿Cómo encontramos el corazón para orar a pesar de esto?
¿Qué, en nuestra oración, va a cambiar algo de esto?
Mientras es normal sentir de esta manera, necesitamos esta importante
advertencia: la oración es lo más
importante y más poderoso precisamente cuando sentimos que es lo más
desesperanzado; y nosotros somos lo más indefenso.
¿Por qué es verdad esto? Porque es sólo cuando estamos finalmente vacíos
de nosotros mismos, vacíos de nuestros propios planes y nuestra propia fuerza
cuando en realidad estamos preparados para dejar a la visión y fuerza de Dios
afluir en el mundo a través de nosotros. Antes que sentir esta impotencia y
desesperanza, aún estamos identificando demasiado el poder de Dios con el
poder de la salud, la política y la economía que vemos en nuestro mundo; y estamos
identificando la esperanza con el optimismo que sentimos cuando las noticias
parecen un poco mejor en una determinada noche. Si las noticias parecen buenas,
tenemos esperanza; si no, ¿por qué orar? Pero necesitamos orar porque confiamos
en la fuerza y promesa de Dios, no porque los noticiarios de una determinada
noche ofrezcan alguna promesa más.
En verdad, cuantas menos promesas ofrezcan nuestros noticiarios y más nos hagan conscientes de nuestra impotencia personal, tanto más urgente y honrada es nuestra oración. Necesitamos orar precisamente porque estamos impotentes y precisamente porque eso parece desesperado. Dentro de eso, podemos orar con honradez, quizás incluso con los dientes apretados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario