"Ventana abierta"
Los dos espejos
Texto del Pbro. Raúl Hasbún Z.
Un famoso médico norteamericano poseía y
administraba una extensa red de clínicas abortivas. Él mismo calcula que llegó
a practicar más de 70.000 abortos. Hasta que presenció una ecografía: ingenio
tecnológico que le reveló, con brutal evidencia, que se había convertido en
asesino, a sangre fría, de criaturas que ya tenían forma humana, vida humana,
alma humana. Sólo que eran todavía muy pequeñitas, y totalmente indefensas.
A
partir de ese shock, aquel médico dejó atrás su pasado abortista y se convirtió
en activo promotor y líder del Movimiento Pro-Vida.
La dinámica de este proceso
lo llevó a revisar profundamente sus convicciones éticas y religiosas, hasta
hacerlo abrazar, desde su ateísmo, la fe cristiana y católica. Allí encontró la
reafirmación del carácter sagrado de la vida humana, don de Dios que nos hace
semejantes a Él y partícipes de la naturaleza divina.
Es un ejemplo
contemporáneo, clamoroso de que en todos los tiempos y para todas las personas
es posible la conversión.
Tendemos a pensar que la conversión, es decir,
el cambio radical en la orientación valórica y en las normas de conducta, es un
tema bíblico, histórico, ajeno: atractivo material para películas e historias
devocionales.
Pero no un tema mío. Los que se convierten son
la Magdalena, Mateo, Zaqueo, el "buen ladrón". ¿Pero yo?
¿Tengo yo la
capacidad de transformar, en modo radical y substancial, los valores por los
que oriento mi existencia? ¿Está en mí la posibilidad de vencer un vicio, un
prejuicio, una tendencia que durante años ha marcado negativamente mi personalidad,
perjudicando mi salud y dañando mi buena relación con los demás?
No son
preguntas menores. Y sus más frecuentes respuestas van en la línea de un
conformismo fatalista, de una resignación pasiva, de un dejar actuar la ley de
la inercia: Total, yo soy así, ya estoy viejo para cambiar. No siento en mí ni
la capacidad ni la voluntad de intentar siquiera un cambio. De manera que si
soy un fumador, un alcohólico, un drogadicto, un blasfemador y murmurador
impenitente; si arrastro enfermizamente un rencor familiar, profesional o
político; si cualquier estímulo erótico, cualquier sugerencia o invitación,
cualquier oportunidad o puerta que me abren encuentra en mí la más inmediata
aceptación, sin importarme las decencias o las lealtades que iré diseminando en
el camino; si mi apetito de conocer a Dios y de aproximarme a la intimidad con
Él y a la obediencia de sus mandatos choca con mi estudiada indiferencia y
encogimiento de hombros: total, Dios comprenderá, y por último ¿quién asegura
que Él realmente existe?
Si alguna de estas descripciones calza conmigo,
quiere decir que estoy mal. No estoy honrando aquello que pertenece a lo más
específico del ser humano: su capacidad de cambio, de superación, de
transformación. Eso que llamamos conversión.
La cuaresma es por antonomasia
tiempo de conversión. Tomarla en serio exige detenerse y pensar: ¿qué hay en mí
que debería cambiar? ¿De qué y en qué tengo que convertirme?
Como un subsidio
para ayudar a este escrutinio de conciencia, podemos tomar dos espejos: el Manual
de Carreño, y las promesas bautismales. Dos espejos distintos, pero una misma
voluntad y consecuencia: mi imagen, mi realidad tienen que cambiar. Porque soy
imagen y semejanza de Dios, y mi realidad es ser partícipe, por el bautismo, de
esa naturaleza divina.
Veamos el Manual de Carreño.
¿Cuánto tiempo
dedico a escuchar a otros, en lugar de abrumarlos con mi egocéntrica verborrea?
¿Soy capaz de escuchar con atención total?
¿Es mi audición tan objetiva que me
permite asimilar la verdad o novedad de lo escuchado, y rectificar el juicio
que ya tenía preparado o formulado?
¿Se me tiene como persona puntual, que
honra su compromiso de estar a la hora en que se debe estar?
¿Son mis promesas
confiables?
¿Devuelvo oportunamente lo que he pedido prestado?
¿Doy a tiempo
aviso, o pido ser disculpado por omisiones, ausencias o tardanzas que han
molestado y dañado a quienes confiaron en mí?
¿Agradezco como es debido, es
decir siempre, toda muestra de bondad y todo acto de servicio con que otros me
distinguen?
¿Me acuerdo y ocupo de felicitar y obsequiar a quien celebra su
día?
¿Divulgo sin necesidad infundios, rumores y chascarros que van en
descrédito de terceros ausentes?
¿Guardo con inviolable discreción el secreto
que me ha sido confiado?
¿Impongo brutalmente a otros el ruido que a mí me
gusta, los olores que a mí no me importan, el mal humor que a mí me aflige?
¿Invito y agasajo siempre, o casi siempre, con miras a obtener un beneficio o
una reciprocidad?
¿Hablo de manera inteligible y decente, cualquiera sea mi entorno?
¿Respondo, o hago al menos un esfuerzo por responder las llamadas y cartas que
se supone merecen y esperan respuesta?
¿Pido disculpa cuando tomo conciencia de
haber dañado, con malicia o por negligencia, la honra o los derechos de otro?
Miradas una a una, son o parecen pequeñeces.
Pero hay algo que las une a todas como un hilo conductor: la caridad. La
delicadeza de pensar siempre en el otro, y de sentir al otro como un alguien
que me pertenece, que es un don y una tarea para mí. Por eso no son pequeñeces:
la caridad, que es su alma, las hace grandes. La caridad es lo más grande. Y su
prueba de fuego son las cosas pequeñas.
Otros espíritus, de mayor altura de vuelo,
preferirán el espejo de las promesas bautismales. Cada una de ellas contiene la
correlativa exigencia de conversión. Quien promete renunciar al pecado, para
vivir en la libertad de los hijos de Dios, tendrá que asumir el compromiso de
confiar, hasta abandonarse como niño, en la gracia del Dios omnipotente,
misericordioso y fiel. La esencia del pecado es desconfiar de Dios.
¿En qué
grado mi estilo de vida, mi actitud fundamental están marcados por la
desconfianza, y consiguientemente por mi continuo reclamo, reproche,
descontento, murmuración ante la aparente dejación u olvido que Dios ha hecho de
mí? Visto de otro modo:
¿qué lugar está ocupando, en mi oración y reflexión
cotidianas, la acción de gracias a Dios por lo mucho y demasiado que me ha
regalado, junto con la petición, humilde y confiada, de lo poco que creo aún
necesitar para sentirme feliz?
Prometemos, en el bautismo, renunciar a las
tentaciones o seducciones que pueden convertirnos en súbditos del pecado. Tal
promesa se traduce en compromiso de vigilancia y prudencia.
No podemos jugar
todo el tiempo con fuego ni bailar en la cuerda floja, en una temeraria
confianza de que Dios hará un milagro para impedir nuestra combustión o caída.
Un buen propósito cuaresmal sería pensar mejor las cosas y las palabras,
preparar y hacer mejor mi trabajo, prevenir a tiempo los focos de conflicto,
esforzarme más por la transparencia que disipa los equívocos.
Que mi memoria me
preserve de tropezar por segunda o tercera vez en la misma piedra. Que mi
docilidad me haga humilde para preguntar a los que saben lo que yo no sé.
Finalmente, prometemos renunciar a Satanás. ¿Qué rasgos lo caracterizan?
1) la soberbia de no querer inclinarse ante
jerarquía superior;
2) ser padre de la mentira, mentiroso desde el principio;
3) vivir atormentado por la envidia, sin tolerar la felicidad de otros;
4) odiar al prójimo hasta desear, instigar y consumar su eliminación violenta;
5) sembrar cizaña para dividir y contraponer a los que Dios quiere unidos; y
6) contagiar a todos la insuperable tristeza de haber escogido para siempre el
mal.
Cualquiera que sea nuestro espejo y nuestro
propósito cuaresmal, deberá atenerse a tres premisas básicas. Si debo y quiero
cambiar, quiere decir que puedo. La gracia de Dios nunca me faltará, si se la
pido con humilde perseverancia. Y no hay cambio, ni conversión ni progreso, sin
cruz.. Para convertir mi mediocridad y miseria en oro, tengo que pasar por el
crisol de la disciplina y del sufrimiento. Pero no hay que temer ni cavilar,
sólo dar el primer paso.
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