El triunfo del Buen Fin.
Se nublaron sus ojos,
azabaches de luz que refulgían;
se ensombreció en sus labios
lo que, no más ayer, fuera sonrisa;
jabardeó su pecho
un enjambre de cuitas
que se abatió al hierro de la lanza
en lo profundo de la herida.
La muerte era un silencio
que desgarró la vida
como un puñado de funestos lutos,
una tragedia en carne viva
que el viento desordena y desparrama
desflorando su ramo de ceniza.
Y feneció la fe
como una flor marchita
que succionó la savia a la esperanza
y agostó la promesa de la vida.
Pero el amor,
que en su morada eternamente habita,
es un Dios inmortal,
triunfal en su victoria y la entroniza
en aquel viejo tronco
donde pendió la vida;
y desde allí, el triunfo entre sus alas,
derrama su tesoro, su semilla,
como trigo dorado en nuevo surco
donde feraz germina,
que si el trigo no muere
jamás podrá brotar la nueva espiga.
En las torres del aire la luz alza
una corona de fulgor y brisa
y enciende una mañana entre los oros:
En el fondo azabache de sus ojos
volvió a lucir su luz aguamarina;
sobre sus labios entreabiertos
enhebró su dulzura la sonrisa.
Nos ha empapado el alma
la claridad de su expresión divina
y su triunfo derrotó a la muerte
abriéndonos el reino de la vida.
Los ángeles silbaron sus trompetas
y un clamor de clarines abrió el día,
gallardetes de música flotaban
en el oro fluvial de su armonía.
Todo en música y luz brotó esplendente
y su gloria todo ámbito ilumina,
y en el centro su trono,
y en su trono la vida.
Quien se acerque anhelante
a beber su delicia
una lluvia de estrellas se derrama
sobre su piel y al fondo su caricia,
que el buen fin de este empeño
de coronar la cima
y abrazarse a la cruz, vivir en ella,
y esforzarse en amor por su conquista
será el haber logrado para siempre
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