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sábado, 23 de abril de 2011

Un grito de amor

Fr. Eduardo Calero Velarde, ofm.


Cuelgas del árbol como un fruto
maduro de la gracia y de la vida
que en pulpa lenitiva se derrama
para dulcificar, y dulcifica
esa obstinada cerrazón del ser:
toda mortal herida,
irredenta, sedienta,
torturada por un ansia infinita,
que al fin absorbe ese torrente
que tu llaga de amor en flor destila.


Abres tu corazón y nos bendices
con un rocío urgente que aniquila
la dureza del alma helada
como una roca fría,
para que desde dentro surja y surta
la fuente de agua viva
que salta hacia ese gozo,
hacia esa cumbre erguida
del eterno existir en tu presencia,
pulso firme de luz definitiva.


Cierras los ojos cárdenos:
la noche
ha apagado su lámpara,
sangría
de la luz que fenece,
y cuelga el azabache en tus pupilas.


Pero ya viene, ya llega, ya se acerca,
ya está ahí, ya se aproxima
una aurora triunfante
que trae sobre sus alas la conquista
y enciende sobre el mundo
la luz del esplendor del nuevo día.


Llegas tú, vencedor y victorioso
con la señal del triunfo en tus heridas,
llagas de luz,
sacramentos de vida
que, azafranado y terso, los repartes
a quienes llamas tú, y a tu divina
largueza en el amor,
anonadada el alma, se aproximan.

Y por eso y en este mismo instante
-que enciendes tú y tú suscitas-
en que corro hacia ti
como ciervo sediento hacia la fuente




que fluye y que destila
el agua viva que fecunda el ser,
Señor, me inclino y pido a tu justicia,
entre el gozo y las lágrimas,
que me concedas viva
en nueva plenitud de luz henchida:
la vida.

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