"Ventana abierta"
Iba un difunto camino del cielo, donde esperaba encontrarse
con Dios para su juicio. Se acercó a la entrada: las puertas
estaban abiertas de par en par y nadie vigilaba. Se animó y cruzó la puerta.
¡Estaba dentro del cielo! De sala en sala se fue internando en el cielo, hasta
que llegó a lo que tendría que ser la oficina de Dios; en su centro vio, sobre
un escritorio, las gafas de Dios. No pudo resistir la tentación de echar una
mirada a la Tierra con esas gafas. Con ellas se veía la realidad profunda de
todo y de todos: lo profundo de las intenciones de los políticos, las
auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de
Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. . .
Entonces se le ocurrió localizar a su socio de la
financiera donde trabajaba; lo logró; en ese instante su colega estafaba a una
pobre mujer viuda con un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la
miseria para siempre. Al ver la injusticia que su socio iba a realizar, tuvo un
profundo deseo de justicia. Buscó bajo la mesa el banquito de Dios y lo lanzó a
la Tierra. El banquito le pegó un gran golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento Dios llegaba a su despacho. Nuestro amigo se sobresaltó;
Dios le llamó, pero no estaba irritado. Simplemente le preguntó qué estaba
haciendo. El pobre trató de explicar que había entrado en la gloria porque
estaba la puerta abierta; él quería pedir permiso; pero no sabía a quién...
-No, no -le dijo Dios-, no te pregunto eso. Lo que te
pregunto es lo que hiciste con mi banquito.
Animado, le contó que había entrado en su despacho, había
visto el escritorio y las gafas, y no había resistido la tentación de echar una
miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no -volvió a decirle Dios. Todo eso está muy bien. No
hay nada que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran
capaces de ver el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo
más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?
Animado del todo, le contó a Dios que había estado
observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia, y que
sin pensar en nada había tomado el banquito y se lo había arrojado a la
espalda.
-¡Ah, no! -volvió a decirle Dios-. Ahí te equivocas. No te
diste cuenta de que, si bien te habías puesto mis gafas, te
faltaba tener mi corazón. Imagínate que si yo cada vez que veo una injusticia
en la Tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los
carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No, hijo mío.
No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis gafas, si no se está bien
seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar el que tiene el
poder de salvar.
Si viéramos y valoráramos el mundo, la vida y las personas
con las «gafas de Dios»...
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