"Ventana abierta"
DOMINICAS LERMA
¿SABÍAS QUE…
… POR NUESTRA FORMA DE GOBIERNO FUIMOS PERSEGUIDOS A ESPADA?
Si es que no se puede esperar andar con
novedades y no llevarse alguna sorpresa. Claro que el detalle de acabar a palos
no entraba en los cálculos de Domingo ni de ninguno de los frailes, pero es
que, cuando las cosas se ponen a complicarse, uno no sabe adónde pueden llegar.
Pero antes de entrar en tan turbulento asunto,
¡¡tenemos una grandísima noticia que celebrar!!
Como ya hemos comentado, al poco de llegar a
Roma, Domingo tuvo el privilegio de estar con el Papa. Domingo iba muy
preocupado no solo por conseguir alojamiento, sino también una bula de Honorio
que defendiera a sus frailes. En efecto, cuando llegaban a una diócesis, muchos
obispos tenían dudas de si eran católicos o herejes, así que, por aquello de
curarse en salud, les expulsaban de su territorio. Sin miramientos ni
contemplaciones.
Bueno, pues, a los poquísimos días del
encuentro con Honorio III, exactamente el 11 de febrero de 1218, Domingo recibe
la primera bula de recomendación. Este documento es súper importante, porque,
por primera vez, de forma oficial, el Papa llama a Domingo y a sus compañeros
con el nombre tan ansiado y, en adelante, definitivo de “Frailes de la Orden de
Predicadores”. ¿Ves cómo hay que celebrarlo?
Bueno, yo ya estaba dispuesta a abrir el
champán, pero nuestro querido amigo no quiso perder ni un minuto en
celebraciones: raudo y veloz, pidió copias auténticas, con sello de plomo, para
enviarlas sin tardanza a todos los lugares donde estaban dispersos sus frailes.
¡¡Este documento era muy importante, tenía que llegar cuanto antes!!
Y si aquello era un espaldarazo legislativo
para toda la Orden, lo cierto es que, a nivel numérico, el asunto también iba
viento en popa. El convento de San Sixto no dejaba de crecer, en cuanto al
edificio y, especialmente, a la comunidad. Eran tantos los que llamaban a la
puerta, que dicen los historiadores que los albañiles no daban abasto: “tan
pronto como estaban listas las celdas, se ocupaban”. ¡Todos los días acudían
nuevas vocaciones!
Los muchachos que iban entrando en la Orden
eran de todo tipo y condición social… ¡¡y por aquí vino el problema!!
Sí, sí, porque las familias nobles no solían
tener inconveniente en que sus hijos se consagraran al Señor. Aquello era una
práctica a veces incluso gestionada por los mismos padres: el primogénito
heredaba todos los bienes y, para que al segundo no le faltase el poder propio
de su nobleza, le encaminaban a la vida religiosa.
Ahí está el punto: el poder. Los padres, al
entregar a sus hijos a un monasterio, tenían más que apalabrado que su
criaturita sería, pasados pocos años, abad o superior del monasterio en
cuestión.
Pero con esta Orden nueva, las cosas eran
diferentes. Los padres nobles, se echaban las manos a la cabeza al enterarse de
que, entre esos frailes, ¡¡los superiores eran elegidos por votación democrática!!
No había posibilidad de fraude, ni de
compraventa de títulos, ni nada. La nobleza de cuna no daba ni un ápice de
ventaja: en la Orden, todos eran hermanos, todos eran iguales. La elección del
superior dependía de una votación secreta, en la que el voto del hijo del
panadero iba a contar lo mismo que el voto del hijo del señor conde. Y, como
ustedes comprenderán, al señor conde aquello le parecía un insulto
imperdonable.
Evidentemente, a los muchachos que llamaban a
la puerta de San Sixto aquellas consideraciones les traían sin cuidado: ¡ellos
lo que querían era amar a Cristo y llevar su Palabra a todo el mundo! Y, por
más que sus padres tratasen de mostrarles sus posibilidades en otras Órdenes,
los novicios seguían firmes en su decisión.
Algunos padres, entre ofendidos, molestos y
preocupados, queriendo dar lo mejor a sus hijos, viendo que aquellos imberbes
no pensaban rectificar, optaron por solucionar las cosas a su manera… a la
manera medieval, quiero decir, siempre abierta a que las cosas se solucionasen
a hierro y fuego…
A lo largo de la historia de nuestra Orden,
varios novicios fueron secuestrados por sus propios familiares (el caso más
sonado tendrá lugar unos cuantos años más tarde: nada menos que el famosísimo
santo Tomás de Aquino). Aquellos nobles hombres salían a perseguir a los
jóvenes por los caminos, montados a caballo y armados hasta los dientes, como
si de la caza del jabalí se tratase. A pesar de todo, Domingo seguía enviando a
los novicios a predicar a los pueblos y aldeas: ¡eran predicadores, no podían
esconderse por el miedo! Eso sí, antes de que cruzasen la puerta, no se
olvidaba nunca de darles una solemne bendición…
Y esa misma bendición fue la que escuchó, en
aquella primavera, uno de los novicios de San Sixto, fray Enrique. Pertenecía a
una familia romana de muy alto linaje, y que no estaba nada contenta con que su
vástago hubiese renunciado a toda ambición. Pronto llegaron rumores al convento
de que el padre y los tíos del joven habían prometido “tomar cartas en el
asunto”.
Para evitar males mayores, Domingo decidió
sacar a fray Enrique de Roma, acompañado de otros frailes.
Con todo sigilo organizaron la huída y, antes
del amanecer, ya habían dejado atrás la ciudad. Ninguno de ellos se dio cuenta
del espía que, agazapado, siguió un buen trecho a los frailes, hasta estar
seguro de cuál era el camino que habían elegido.
La voz de alarma corrió como la pólvora en la
casa paterna de fray Enrique. Los caballos fueron ensillados a toda prisa,
mientras los hombres envainaban sus espadas. No se les escaparía la presa. A
galope tendido, cruzaron las calles silenciosas de Roma.
A varios kilómetros de allí, sin saber que eran
perseguidos, el grupo de frailes llegó al Tiber. Por aquella zona no había
ningún puente, pero ellos necesitaban cruzar cuanto antes. Así pues, los
frailes se arremangaron… ¡y a nadar se ha dicho! El río corría manso y
tranquilo, por lo que no tardaron nada en llegar a la otra orilla.
Fue entonces cuando escucharon el relinchar
nervioso de los caballos en plena carrera. Asustados, sabiendo que no tardarían
en darles alcance, los frailes echaron a correr, tratando de aprovechar su ya
escasa ventaja.
Cuando los caballeros llegaron al río,
desmontaron de sus corceles, dispuestos a lanzarse al agua, pero… ¡aquello era
imposible!
El río, tan tranquilo un instante antes, había
crecido asombrosamente, y ahora bajaba furioso, turbulento, ¡¡hasta los
caballos retrocedían asustados!!
Y aquellas aguas impetuosas ahogaron en un
instante el orgullo y el valor de los jinetes, que pensaron que no tenían ganas
de morir ahogados… y que lo mejor era volver a casa, y que Enrique hiciera con
su vida lo que quisiera…
PARA ORAR
-¿Sabías que… a ti el río también te
protege?
No el Tajo, ni el Ebro… ni siquiera el Arlanza, que es el río de nuestra villa
de Lerma. ¡El río que nos defiende es mucho mayor y poderoso que estos!
En el relato de la Pasión, san Juan nos cuenta
que un soldado atravesó el costado de Cristo, “y al punto salió sangre y agua”
(Jn 19, 34). Es el momento en que la Iglesia nace del costado del Señor, de su
Corazón, y nace por la sangre… y el agua. ¡¡Ahí tenemos el signo del bautismo!!
Pero no solo eso. Muchos años antes, el profeta
Ezequiel había tenido una visión: un río que manaba “por el lado derecho del
Templo” (Ez 47, 1). Sabemos que Cristo es el Nuevo Templo de la Nueva Alianza
y… ¿dónde le hirió el soldado? ¡¡En el costado derecho!!
Pues bien, en aquella visión, Ezequiel nos
cuenta que va caminando por la orilla del río y, en varios momentos, le hacen
cruzar. La primera vez, le llega el agua por los tobillos. La segunda, por las
rodillas. La tercera, el agua le alcanza hasta la cintura… y, la siguiente vez,
confiesa que “era ya un torrente que no se podía vadear”.
Por el bautismo, has sido sumergido en este río
de agua viva. Dios ha hecho una alianza de amor contigo, ha declarado que eres
su hijo, ¡y te ha llamado con tu propio nombre! Este río de gracias, está
llamado a crecer y crecer dentro de tu corazón, ¡¡hasta inundarte por
completo!!
Con semejante “río” solo podemos exclamar con
san Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,
31).
VIVE DE CRISTO
Pd: Con este capítulo damos por terminado el
curso, ¡¡y nos despedimos hasta septiembre!!
Quiero aprovechar para darte las gracias por
haberme acompañado todos estos meses, por haber vivido a mi lado las aventuras
de santo Domingo, ¡por haber querido conocerle más a él y a Jesucristo! Espero
que hayas disfrutado de estos peculiares relatos, te deseo un muy feliz verano,
con muchos chapuzones en el agua (del río, de la piscina o del mar)… ¡¡y con
muchos más chapuzones en el Agua viva del amor de Cristo!! ¡Nos vemos en
septiembre!
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