"Ventana abierta"
EL ÁRBOL DE LA CRUZ
Web católico de Javier Olivares
Una vez una persona
andaba buscando al Señor. Le habían hablado de una invitación que hacía a todos
para llegar hasta su Reino, donde dicen que tenía reservada una morada para
cada uno de sus amigos, y él también tenía ganas de ser amigo del Señor. ¿Por
qué no? Si otros lo habían logrado, ¿qué le impedía a él llegar a ser uno de
ellos?
Averiguando acerca del paradero, se enteró de que el Señor se
había ido monte adentro con un hacha, a fin de preparar para cada uno de sus
amigos, lo que necesitaría para el viaje y se marchó a buscarlo. Los golpes del
hacha lo fueron guiando hasta una isleta. Atravesó el bosque tratando de
acercarse al lugar de donde provenían los golpes. Al fin llegó y se encontró
con el mismísimo Señor que estaba preparando las cruces para cada uno de sus
amigos, antes de partir hacia su casa, a fin de disponer un lugar para cada
uno.
-¿Qué estás haciendo? -le preguntó el joven al Señor.
-Estoy preparando a cada uno de mis amigos la cruz con la que
tendrán que cargar para seguirme y así poder entrar en mi Reino.
-¿Puedo ser yo también uno de tus amigos? -volvió a preguntar
el muchacho-
-¡Claro que sí! -le dijo Jesús-. Es lo que estaba esperando
que me pidieras. Si quieres serlo de verdad, tendrás que tomar también tu cruz
y seguir mis huellas. Yo tengo que adelantarme para ir a prepararles un lugar.
-¿Cuál es mi cruz, Señor?
-Esta que acabo de hacer. Sabiendo que venías y viendo que
los obstáculos no te detenían, me dispuse a preparártela especialmente y con
cariño para ti.
La verdad que muy, muy preparada no estaba. Se trataba
prácticamente de dos troncos cortados a hacha, sin ningún tipo de terminación
ni arreglos. Las ramas de los troncos habían sido cortadas de abajo hacia
arriba, por lo que sobresalían pedazos por todas partes. Era una cruz de madera
dura, bastante pesada, y sobre todo muy mal terminada. El joven al verla pensó
que el Señor no se había esmerado demasiado en preparársela. Pero como quería
realmente entrar en el Reino, se decidió a cargarla sobre sus hombros, comenzando
el largo camino, con la mirada en las huellas del Maestro. Y cargó la incómoda
cruz. Hizo también su aparición el diablo, es su costumbre hacerse presente en
estas ocasiones, y en aquella circunstancia no fue diferente, porque donde anda
Dios, acude el diablo.
Desde atrás le pegó el grito al joven que ya se había puesto
en camino.
-¡Olvidaste algo! Extrañado por aquella llamada, miró hacia
atrás y vio al diablo muy comedido, que se acercaba sonriente con el hacha en
la mano para entregársela.
-Pero ¿cómo? ¿ También tengo que llevarme el hacha? -
preguntó molesto el muchacho.
-No sé -dijo el diablo haciéndose el inocente. Pero creo es
conveniente que te la lleves por lo que pueda pasar en el camino. Por lo demás,
sería una lástima dejar abandonada un hacha tan bonita.
La propuesta le pareció tan razonable, que sin pensar
demasiado, tomó el hacha y reanudó su camino. Duro camino, por varios motivos.
Primero, y sobre todo, por la soledad. Él creía que lo haría con la visible
compañía del Maestro. Pero resulta que se había ido, dejando solo sus huellas.
Siempre la cruz encierra la soledad, y a veces la ausencia
que más duele en este camino es la de no sentir a Dios a nuestro lado. Algo así
como si nos hubiera abandonado.
El camino también era duro por otros motivos. En realidad no
había camino. Simplemente eran huellas por el monte. Hacía frío en aquel
invierno y la cruz era pesada. Sobre todo, era molesta por su falta de
terminación. Parecía como que las salientes se empeñaran en engancharse por
todas partes a fin de retenerlo. Y se le incrustaban en la piel para hacerle
más doloroso el camino.
Una noche particularmente fría y llena de soledad, se detuvo
a descansar en un descampado. Depositó la cruz en el suelo, a la vez que tomó
conciencia de la utilidad que podría brindarle el hacha. Quizá el Maligno -que
lo seguía a escondidas- ayudó un poco arrimándole la idea mediante el brillo
del instrumento.
Lo cierto es que el joven se puso a arreglar la cruz. Con
calma y despacito le fue quitando los nudos que más le molestaban, suprimiendo
aquellos muñones de ramas mal cortadas, que tantos disgustos le estaban
proporcionando en el camino. Y consiguió dos cosas.
Primero, mejorar el madero. Y segundo, consiguió reunir un
montoncito de leña que le vino como mandado a pedir para prepararse una hoguera
con el que calentar sus manos ateridas. Y así esa noche durmió tranquilo.
A la mañana siguiente reanudó su camino. Y noche a noche su
cruz fue mejorada, pulida por el trabajo que en ella iba realizando.
Mientras su cruz mejoraba y se hacía más llevadera, conseguía
también tener la madera necesaria para hacer fuego cada noche.
Casi se sintió agradecido al demonio porque le había hecho
traerse el hacha consigo. Después de todo había sido una suerte contar con
aquel instrumento que le permitía el trabajo sobre su cruz.
Estaba satisfecho con la tarea, y hasta sentía un pequeño
orgullo por su obra de arte. La cruz tenía ahora un tamaño razonable y un peso
mucho menor. Bien pulida, brillaba a los rayos del sol, y casi no molestaba al
cargarla sobre sus hombros. Achicándola un poco más, llegaría finalmente a
poder levantarla con una sola mano como un estandarte para así identificarse
ante los demás como seguidor del crucificado. Y si le daban tiempo, podría
llegar a acondicionarla hasta tal punto que llegaría al Reino con la cruz
colgada de una cadenita al cuello como un adorno sobre su pecho, para alegría
de Dios y testimonio ante los demás.
Y de este modo consiguió su meta, es decir, sus metas. Porque
para cuando llegó a las murallas del Reino, se dio cuenta de que gracias a su
trabajo, estaba descansado y además podía presentar una cruz muy bonita, que
ciertamente quedaría como recuerdo en la Casa del Padre.
Pero no todo fue tan sencillo. Resulta que la puerta de
entrada al Reino estaba colocada en lo alto de la muralla. Se trataba de una
puerta estrecha, abierta casi como una ventana a un altura imposible de
alcanzar.
Llamó a gritos, anunciando su llegada. Y desde lo alto se le
apareció el Señor invitándolo a entrar.
-Pero, ¿cómo, Señor? No puedo. La puerta está demasiado alta
y no la alcanzo.
-Apoya la cruz contra la muralla y luego trepa por ella
utilizándola como escalera -le respondió Jesús-. Yo te dejé a propósito los
nudos para que te sirviera. Además tiene el tamaño justo para que puedas llegar
hasta la entrada.
En ese momento el joven se dio cuenta de que realmente la
cruz recibida habia tenido sentido y que de verdad el Señor la había preparado
bien. Sin embargo, ya era tarde. Su pequeña cruz, pulida, y recortada, le
parecía ahora un juguete inútil. Era muy bonita pero no le servía para entrar.
El diablo, astuto como siempre, había resultado mal consejero y peor amigo.
Pero, el Señor es bondadoso y compasivo. No podía ignorar la
buena voluntad del muchacho y su generosidad en querer seguirlo. Por eso le dio
un consejo y otra oportunidad.
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