"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL MIÉRCOLES DE LA VIGÉSIMA SÉPTIMA SEMANA DEL T.O. (2)
“Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo
enseñó también a sus discípulos”.
La liturgia de hoy nos presenta la versión de
Lucas sobre el origen de la oración del Padre Nuestro (Lc 11,1-4). Al igual que
con las Bienaventuranzas, Lucas nos presenta una versión “abreviada” del Padre
Nuestro de Mateo (6,9-13), que es la que se incorpora eventualmente en la
liturgia cristiana. Las diferencias tal vez se deban a la “versión” que
utilizaban sus respectivas comunidades. Pero eso es materia de especulación.
Comienza el pasaje mostrándonos a Jesús en
oración, en ese diálogo íntimo con el Padre que caracterizó toda su vida. Los
discípulos esperan que termine de orar, y se acercan a Él con una petición: que
les enseñe una “fórmula”, una oración que todos puedan utilizar que los
distinga como discípulos suyos, al igual que lo hacían los discípulos de Juan,
los fariseos, y otros grupos. “Señor, enséñanos a orar, como Juan Bautista lo
enseñó también a sus discípulos”. Es decir, no le están pidiendo que les de una
catequesis sobre la oración (en eso de la oración nuestros primos los judíos
nos llevan mucha ventaja), sino que les enseñe una oración que contenga los
elementos básicos de su relación con Dios y, más aún, de su actitud para con
Dios. Es ahí que Jesús formula esa oración que nos distingue como cristianos,
la primera que aprendemos de niños, que aunque no menciona a Jesús, nos muestra
la actitud de Jesús hacia Dios y, por tanto, de nosotros como sus seguidores.
Y lo primero que Jesús hace es algo que para
nosotros es natural, pero que era inconcebible para la mentalidad judía de su
época. Comienza por instruir a sus discípulos que se dirijan a Dios como
“Padre” (Abba, que en realidad quiere decir, “papá”, o “papito”,
el nombre con el que los niños judíos se referían a su padre), tal como Él
mismo lo hacía. “Cuando oréis decid: ‘Padre’,…” Jesús instruye a sus discípulos
a dirigirse a ese Dios distante y terrible cuyo nombre no se podía ni tan
siquiera pronunciar, llamándole “Abba”. Este sería definitivamente el
“sello” que identificaría a los seguidores de Jesús, a los “seguidores del
Camino”, que más adelante, en Antioquía, después de la Pascua de Jesús, serían
llamados cristianos (Hc 11,26). Así, el Padrenuestro sería en lo adelante la
manifestación verbal de ese sello. Y para que no quedara duda de que los
discípulos habían sido autorizados por el mismo Jesús a referirse a Dios con
esa familiaridad que rayaba en la blasfemia, desde muy temprano en la Iglesia
primitiva se introdujo en la liturgia una fórmula, a manera de preámbulo, que
utilizamos todavía: “Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su
divina enseñanza, nos ‘atrevemos’ a decir”.
Así los cristianos podemos dirigirnos al Padre
con la misma intimidad, la misma familiaridad con que lo hacía Jesús. Pablo
diría más adelante que es el Espíritu de su propio Hijo que nos permite clamar:
“Abba, o sea: ¡Papá!” (Rm 8,15; Ga 4,6), tal como Él lo hacía.
Hoy, pidamos al Padre que nos conceda la gracia de poder dirigirnos a Él con la misma confianza que lo hizo su Hijo; con la confianza de un niño que le presenta a su papá un juguete roto, con la certeza de que él es quien único que puede repararlo.
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