"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL LUNES DE LA TERCERA SEMANA DE CUARESMA
Y su carne volvió a ser como la de un niño
pequeño: quedó limpio.
Hoy la liturgia nos ofrece como primera lectura
el pasaje del segundo libro de los Reyes (5,1-15a) sobre Naamán, el general del
ejército sirio que padecía de lepra, quien por recomendación de una criada
judía fue a Israel a ver al “profeta de Samaria” para que lo curara.
El general era un hombre poderoso, pero estaba
afectado por la lepra, una enfermedad catastrófica en su época, y considerada
producto del pecado. A aquella sierva no le importó que hubiese sido llevada a
Siria como esclava ni que aquél hombre fuera pagano. Estaba enfermo, necesitaba
curación. Ella se compadeció de él; no le importó su religión. “Ojalá mi señor
fuera a ver al profeta de Samaria: él lo libraría de su enfermedad”. Se refería
al profeta Eliseo.
El rey sirio envió a Naamán con una carta al
rey de Israel para que lo dirigiera ante el profeta. Cuando finalmente llegó
ante la puerta de Eliseo “con sus caballos y su carroza” y los tesoros que
había traído (como si con ellos pudiera comprar su salud), se molestó porque
Eliseo ni tan siquiera le recibió, sino que mandó a decirle: “Ve a bañarte
siete veces en el Jordán, y tu carne quedará limpia”. Molesto porque Eliseo no
salió a recibirle, dijo: “Yo me imaginaba que saldría en persona a verme, y
que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte
enferma y me libraría de mi enfermedad”. Entonces dio media vuelta y se marchó.
Si no es porque sus siervos, tal vez por ser
más sencillos, intervinieron y le dijeron: “Señor, si el profeta te hubiera
prescrito algo difícil, lo harías. Cuanto más si lo que te prescribe para
quedar limpio es simplemente que te bañes”. Naamán se bañó siete veces en el
Jordán como había dicho el profeta, y quedó limpio de su lepra.
Naamán estaba acostumbrado al ritualismo
pagano, vacío. Aquel gesto sencillo de bañarse en el Jordán no tenía sentido.
Los ritos, los sacrificios, el incienso, las fórmulas sacramentales, no tienen
sentido, no tienen efecto, si nos falta la fe, si no creemos en el amor
incondicional que Dios tiene por nosotros. Es el sentirnos arropados de ese
amor lo que nos permite creer en Dios y creerle a Dios. Es la diferencia entre el culto
ritual y el culto “en espíritu y verdad” (Jn 4,23-24).
“Y muchos leprosos había en Israel en tiempos
del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán,
el sirio”, nos dice Jesús en la lectura evangélica de hoy (Lc 4,24-30). Se
refería a la falta de fe de los suyos. El orgullo, el considerarse miembros del
“pueblo elegido” les hacía creerse “salvados”. No tenían la humildad de reconocer
su “lepra” y acercarse a Dios con el corazón contrito (Cfr. Salmo 50).
En este tiempo de Cuaresma, pidamos al Señor la
humildad de reconocer la “lepra” de nuestros pecados y experimentar la
necesidad de volvernos hacia Él (conversión), con la certeza de que “una
palabra suya bastará para sanarnos”.
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