"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA LA
FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
El verdadero discípulo de Cristo no teme a la
“cruz”.
Hoy celebramos la fiesta de la Exaltación de la
Santa Cruz. La tradición nos dice que alrededor del año 320, la Emperatriz
Elena de Constantinopla encontró la Cruz en que fue crucificado Jesús (la “Vera
Cruz”). A raíz del hallazgo, ella y su hijo, el Emperador Constantino, hicieron
construir en el sitio la Basílica del Santo Sepulcro, en donde se guardó la
reliquia. Luego de ser robada por el rey de Persia en el año 614, fue
recuperada por el Emperador Heraclio en el año 628, quien la trajo de vuelta a
Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. De ahí que la Fiesta se celebre
en este día.
Muchos nos preguntan: ¿por qué exaltar la cruz,
símbolo de tortura y muerte, cuando el cristianismo es un mensaje de amor? He
ahí la “locura”, el “escándalo” de la cruz de que nos habla san Pablo (1 Cor
1,18). La contestación es sencilla, veneramos la Cruz de Cristo porque en ella
Él quiso morir por nosotros, porque abrazándose a ella y muriendo en ella, en
el acto de amor más sublime en la historia, derrotó la muerte, liberándonos de
ésta y del pecado. Así la Cruz se convirtió en el símbolo universal del amor y
de vida.
Por eso el verdadero discípulo de Cristo no
teme a la “cruz”. El mismo Jesús nos exhorta a tomar nuestra cruz de cada día y
seguirle (Lc 9,23). A lo que Pablo añade: “Completo en mi carne lo que falta a
los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col
1,24). Cuando añadimos el ingrediente del amor, el sufrimiento (la “cruz”) toma
un significado diferente, se enaltece, y se convierte en fuente de alegría. Es
la paradoja de la Cruz.
La primera lectura de hoy nos presenta una
prefiguración de la Cruz (Núm 21,4b-9) en el episodio de las serpientes
venenosas que mordían mortalmente a los israelitas en el desierto como castigo
por haber murmurado contra Dios y contra Moisés. Entonces el pueblo,
arrepentido, pidió a Moisés que intercediera por ellos ante Dios. Siguiendo las
instrucciones de Yahvé, Moisés hizo una serpiente de bronce que colocó sobre un
estandarte (en forma de cruz), y todo el que era mordido quedaba sano al
mirarla. En el relato evangélico (Jn 3,13-17), el mismo Jesús alude a esa
serpiente: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene
que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Hoy, cuando tenemos nuestro corazón envenenado,
nos tornamos a mirar la Cruz, y al igual que los israelitas en el desierto,
somos sanados; así la Cruz se convierte para nosotros en fuente de amor, de
misericordia, de perdón. Si nos acercamos a la cruz con la mirada en el
Crucificado, encontraremos que nuestra propia cruz se hace liviana, y podremos
decir con san Pablo: “¡Lejos de mí el gloriarme sino en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo!” (Gál 6,14). “Gloriémonos también nosotros en ella, aunque
sólo sea porque nos apoyamos en ella” (San Agustín).
Hoy te invito a posar tu mirada sobre el
crucifijo más cercano que tengas; allí encontrarás al Hijo que te espera con
los brazos abiertos…
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