"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL VIERNES DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O.
(2)
En la primera lectura
que nos brinda la liturgia para hoy (1 Cor 9,16-19.22b-27), san Pablo nos
recuerda la misión a que todos hemos sido llamados, anunciar la Buena Nueva del
Reino, sin esperar reconocimiento ni recompensa alguna que no sea la satisfacción
de dar a conocer el Evangelio: “El hecho de predicar no es para mí motivo de
orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo
hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar
mío, es que me han encargado este oficio. Entonces, ¿cuál es la paga?
Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el
derecho que me da la predicación del Evangelio”.
Nos recuerda, además, que el
anuncio del Evangelio implica privaciones, pero esas privaciones deben
servirnos de estímulo, teniendo presente que nuestra recompensa no está en el
reconocimiento ni en la gloria terrenal sino en la vida eterna que se nos tiene
prometida. Pare ello se compara con un atleta: “Ya sabéis que en el estadio todos
los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio. Corred
así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones. Ellos para
ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (Cfr. 1 Pe 5,4).
En la lectura evangélica para
hoy (Lc 6,39-42) Jesús utiliza la figura de la vista (“ciego” – “ojo”), que nos
evoca la contraposición luz-tinieblas (Cfr.
Jn 12,46), para recordarnos que no debemos seguir a nadie a ciegas, como
tampoco podemos guiar a otros si no conocemos la luz. “¿Acaso puede un ciego
guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”. El mensaje es claro: No
podemos guiar a nadie hacia la verdad si no conocemos la verdad. No podemos
proclamar el Evangelio si no lo vivimos, porque terminaremos apartándonos de la
verdad y arrastrando a otros con nosotros.
Ese peligro se hace más
patente cuando caemos en la tentación de juzgar a otros sin antes habernos
juzgado a nosotros mismos, cuando pretendemos enseñarle a otros cómo poner su
casa en orden cuando la nuestra está en desorden: “¿Por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del
ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero
la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu
hermano”.
Con toda probabilidad Jesús
estaba pensando en los fariseos cuando pronunció esas palabras tan fuertes.
Pero esa verdad no se limita a los fariseos. Somos muy dados a juzgar a los
demás con severidad, pero cuando se trata de nosotros, buscamos (y encontramos)
toda clase de justificaciones e inclusive nos negamos a ver nuestras propias
faltas.
“Padre de bondad, que por
medio de tu gracia nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las
tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén”.
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