"Ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez
(Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL SÁBADO
DE LA VIGÉSIMA TERCERA SEMANA DEL T.O. (2)
“Cada árbol se conoce por su fruto”…
El evangelio de hoy (Lc 6,43-49) nos presenta
la parte final del “Sermón del llano”, que es la versión que Lucas del Sermón
de la Montaña. Esta lectura nos presenta la parábola del árbol que da buenos
frutos. “No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto
sano. Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las
zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”.
A renglón seguido nos explica lo que quiere
decir con sus palabras: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su
corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que
rebosa del corazón, lo habla la boca”.
¿Y quién atesora bondad en su corazón? El que
escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica: “¿Por qué me llamáis “Señor,
Señor” y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y
las pone por obra… se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y
puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra
aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El
que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre
tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó
desplomándose”.
El aceptar y hacer la voluntad del Padre es lo
que nos hace discípulos de Jesús, lo que nos integra a la “familia” de Jesús:
“Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi
Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt
12,49b-50).
Jesús no condena la oración, ni la escucha de
la Palabra, ni la celebración litúrgica. Alude a aquellos que tienen Su nombre
a flor de labios, que participan de las celebraciones litúrgicas y se acercan a
los sacramentos, pero cuya oración y alabanza no se traduce en obras, en vida y
en compromiso, es decir, en “hacer la voluntad del Padre”. Personas que
escuchan la Palabra y hasta manifiestan euforia y gozo en las celebraciones,
pero esa Palabra no deja huella permanente, cuyo gozo es pasajero. Me recuerda
a aquél que va a ver una película emocionante, de esas que hacen llorar de
emoción, y al abandonar la sala de cine deja allí todas esas emociones. Es a
estos a quienes Jesús compara con el que edificó su casa sobre tierra, sin
cimiento.
No se trata pues, de confesar a Jesús de
palabra, de “aceptar a Jesucristo como mi único salvador”. Se trata de poner
por obra la voluntad del Padre, de practicar la Ley del Amor. A los que así
obren, el Padre los reconocerá el día del Juicio: “Vengan, benditos de mi
Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo
del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron
de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me
visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25,34-36).
¿En qué terreno he construido mi casa?
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