"Ventana abierta"
Archidiócesis de Sevilla
Isabel Orellana Vilches
OFENSA. CUANDO UNO MISMO SE PONE
EN EVIDENCIA
Se dice que no hay mayor defensa que un buen
ataque, lo cual servirá para una acción militar, pero en la vida cotidiana si
el susodicho ataque se reviste con el furor de la ofensa, se pone al
descubierto la inmensa fragilidad del que hace uso de ella. Soberbia, tendencia
a la ira, revanchismo, resentimiento, marcado ego… En suma que las palabras
gruesas, descalificativas, que se lanzan como dardos hacia quien se cree
objetivo de un ataque personal son propias de alguien que no es refractario a
las ideas, opiniones o maneras de pensar de otros, y no se muestra dispuesto a
admitir su error.
Le hiere sentirse en el centro de la diana y
puede llegar a creerse sus propias mentiras defendiéndolas a capa y espada. Es
una persona vulnerable, y a la par autoritaria, débil frente a cualquier
emoción que no es capaz de gestionar. No solo le falta templanza y afán de
conciliación, también se hunde en el fango de la conflictividad porque
cerrándose al diálogo clausura la paz. Quien se deja atrapar por la ofensa es
insaciable. Persiguiendo su propia autoprotección no cejará en su intento de
hundir en las cloacas más abyectas a quienes considere sus enemigos. Y no hay
que olvidar que esta actitud combativa es un boomerang. En palabras de Vicenzo
Monti: “Las injurias son como las procesiones, regresan siempre al
lugar de donde partieron”.
El daño que inflige una ofensa no es fácil de
restañar. No se trata únicamente de una cuestión moral. El respeto a la
dignidad del otro, un derecho que todos tenemos, exige compostura. Y si hay que
arrepentirse de algo, pedir perdón, habrá que actuar admitiendo el equívoco y
el error en cuestión, especialmente en aquellas circunstancias en las que los
hechos sean punibles, aunque es una conducta más que conveniente en cualquier
situación; debería ser la actitud ordinaria. Nadie estamos en posesión de la
verdad; todos somos proclives a tropezar en la vida. Lo que no se puede hacer
es justificar los extravíos personales arremetiendo bravamente contra los
demás, emprendiendo una carrera de despropósitos verbales a cual más
destructivos. Los único que conseguirán es abrir una sima que termina
engullendo a otras personas y devorando la deseable convivencia. “Es más
honroso huir las injurias callando, que vencerlas contestando a
ellas”, decía san Gregorio Magno.
Admitir la equivocación no es derrota; es
victoria. Quien se niega a sí mismo el bien echando nauseabundo cieno sobre los
demás es el primero que se pone en evidencia.
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