Un buen amigo me
decía la otra tarde que en estos momentos apenas quedan motivos para la
esperanza. Yo le vine a decir que en estos momentos necesitamos más que nunca
el ancla de la esperanza para vivir, como necesitamos del oxígeno para
respirar. Se dice que mientras hay vida hay esperanza, pero es más verdad a la
inversa: mientras hay esperanza hay vida. La esperanza es el fundamento de la
vida humana. La esperanza ha sido durante mucho tiempo la hermana menor, la
pariente pobre de las virtudes teologales. En las homilías los sacerdotes
hablamos poco de la esperanza.
El poeta Charles Péguy compara
las tres virtudes teologales con tres hermanas: dos adultas y una niña pequeña, la niña Esperanza o una niñita de nada,
como él mismo la denomina. Las tres van caminando de la mano, las mayores a los
lados, la niña en medio. Todos los que las contemplan están convencidos de que
son las mayores, la fe y la caridad, las que llevan a la niña Esperanza. Se
equivocan: es la niña Esperanza, una niñita de nada, la que tira
de las otras dos. Si ella se detiene, todo se para.
A poco que abramos los ojos a
la realidad, observaremos que en las últimas décadas se ha obscurecido la
esperanza en Occidente. Es fruto de la secularización de la sociedad, pues como
afirmara Benedicto XVI, “el hombre necesita a Dios; de lo contrario queda sin
esperanza” (SS 23). En los últimos cuarenta años se ha
producido entre nosotros una especie de “eclipse de Dios”, una
amnesia profunda de nuestras raíces cristianas. La desesperanza cunde exponencialmente
en esta hora en la que algunos creen que Dios nos ha abandonado. ¿No será al
revés, que hemos sido nosotros los que hemos olvidado a Dios? Volvamos a Él. “Sin Cristo no hay luz, no hay
esperanza, no hay amor, no hay futuro” (Benedicto XVI).
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Juan José Asenjo Pelegrina
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