Ventana abierta"
Recordando
el Año de la Familia, por José-Román Flecha (Diario de León, 24-5-2014)
Han pasado veinte años. En 1994, por decisión de las
Naciones Unidas, se celebraba el Año Internacional de la Familia. El logotipo
mostraba dos corazones entrelazados cubiertos por un tejadillo al que le
faltaba una columna. Decía que significaba un hogar abierto a la
sociedad. La familia no es sólo espontaneidad y amor, es también
responsabilidad comunitaria. No es un espacio cerrado a todos los vientos. No
hay familia sin apertura y sin acogida.
Por todas partes se nos invitaba a “construir la
democracia más pequeña en el corazón de la sociedad”. La sociedad grande habría
de aprender de esa pequeña sociedad que es la familia su ser y su quehacer como
comunidad humana y humanizadora.
Pero aquel tejadillo abierto era muy ambiguo. De hecho
preparaba el reconocimiento de cualquier unión fáctica de parejas de cualquier
sexo. Creíamos que la familia estaba ya inventada, pero desde entonces se
pretende redefinirla a cada paso. La glorificación del pluralismo como máximo
valor lleva en nuestro tiempo a la aceptación de cualquier tipo de valor.
En aquel año, el Papa Juan Pablo II publicó una amplia
Carta a las Familias. En ella menciona las modernas interpretaciones de la
familia: “En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy
potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A
veces parece incluso que, con todos los medios, se intente presentar como
‘regulares’ y atractivas -con apariencias exteriores seductoras- situaciones
que en realidad son ‘irregulares’ (n.5).
El Año Internacional de la Familia no pretendía
solo lamentar los fracasos, sino suscitar todo un movimiento mundial de
apoyo a las familias. Sin ellas no es posible una sociedad humana. Muchas
familias luchan por mantener sus valores e ideales, por descubrir su misión y
afianzar su compromiso humano y social.
Dos de esos valores se implican mutuamente: la
gratuidad y la gratitud. Por el primero, la familia nos enseña a conceder
tiempo y atenciones a los miembros que parecen aún incapaces de “producir”
bienes para la comunidad. Por el segundo, la familia nos recuerda el deber y el
honor de reconocer el servicio y los méritos de quienes ya se han
retirado de una vida dedicada a la producción inmediata de bienes y servicios.
En términos cristianos, diríamos que con ese lenguaje
de la acogida inmerecida y la atención reconocida, la familia constituye ya por
sí misma un “evangelio”: una buena noticia para el mundo.
A las familias cristianas les pedía Juan Pablo
II en la Carta a las familias que volvieran su mirada a la Sagrada
Familia de Nazaret, “icono y modelo de toda familia humana”. Ahí habrán siempre
de aprender “a profundizar la propia misión en la sociedad y en la Iglesia,
mediante la escucha de la palabra de Dios, la oración y la fraterna comunión de
vida” (n. 23).
José-Román Flecha Andrés
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