"Ventana abierta"
Adviento Ciclo B
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Alégrate
Lc 1, 26-38
Lc 1, 26-38
José Antonio Pagola
EL REGALO DE NAVIDAD
¿Cuántos son
los que creen de verdad en la Navidad? ¿Cuántos los que saben celebrarla en lo
más íntimo de su corazón? Estamos tan entretenidos con nuestras compras,
regalos y cenas que resulta difícil acordarse de Dios y acogerlo en medio de
tanta confusión.
Nos preocupamos
mucho de que estos días no falte nada en nuestros hogares, pero a casi nadie le
preocupa si allí falta Dios. Por otra parte, andamos tan llenos de cosas que no
sabemos ya alegrarnos de la «cercanía de Dios».
Y una vez más,
estas fiestas pasarán sin que muchos hombres y mujeres hayan podido escuchar
nada nuevo, vivo y gozoso en su corazón. Y desmontarán «el Belén» y retirarán
el árbol y las estrellas, sin que nada grande haya renacido en sus vidas.
La Navidad no
es una fiesta fácil. Sólo puede celebrarla desde dentro quien se atreve a creer
que Dios puede volver a nacer entre nosotros, en nuestra vida diaria. Este
nacimiento será pobre, frágil, débil como lo fue el de Belén. Pero puede ser un
acontecimiento real. El verdadero regalo de Navidad.
Dios es
infinitamente mejor de lo que nos creemos. Más cercano, más comprensivo, más
tierno, más audaz, más amigo, más alegre, más grande de lo que nosotros podemos
sospechar. ¡Dios es Dios!
Los hombres no
nos atrevemos a creer del todo en la bondad y ternura de Dios. Necesitamos
detenernos ante lo que significa un Dios que se nos ofrece como niño débil,
vulnerable, indefenso, sonriente, irradiando sólo paz, gozo y ternura. Se
despertaría en nosotros una alegría diferente, nos inundaría una confianza
desconocida. Nos daríamos cuenta de que no podemos hacer otra cosa sino dar
gracias.
Este Dios es
más grande que todos nuestros pecados y miserias. Más feliz que todas nuestras
imágenes tristes y raquíticas de la divinidad. Este Dios es el regalo mejor que
se nos puede hacer a los hombres.
Nuestra gran
equivocación es pensar que no necesitamos de Dios. Creer que nos basta con un
poco más de bienestar, un poco más de dinero, de salud, de suerte, de
seguridad. Y luchamos por tenerlo todo. Todo menos Dios.
Felices los que
tienen un corazón sencillo, limpio y pobre porque Dios es para ellos. Felices
los que sienten necesidad de Dios porque Dios puede nacer todavía en sus vidas.
Felices los
que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con
corazón creyente y agradecido el regalo de un Dios Niño. Para ellos habrá sido
Navidad.
¿A DÓNDE VA EL MUNDO?
Un filósofo aseguraba que «el mundo no va a ninguna parte». Se oponía así, desde su visión filosófica, a tantos hombres y mujeres que, a través de los siglos, se han atrevido a esperar un futuro no solo mejor, sino nuevo.
¿A dónde va el mundo con tanto dolor? Esta pregunta no es nueva. La han repetido de mil maneras los hombres en momentos trágicos de guerras, en el azote de pestes terribles, en medio del exilio o ante catástrofes naturales. Hoy, de nuevo, cristianos y no cristianos se la plantean en el fondo de su conciencia: ¿A dónde va el mundo?
No es una cuestión arbitraria. No es tampoco una pregunta científica que busca satisfacer nuestra curiosidad. Es un interrogante profundamente humano, pues, de alguna manera, intuimos que en él nos va la vida y el destino último de la humanidad.
La pregunta se despierta en nosotros cuando nos informan de la velocidad con que se talan los árboles en las selvas, o de la desertización de grandes zonas de la Tierra; cuando nos alertan de los daños irreparables de los accidentes nucleares, o nos advierten de los efectos peligrosos de cierto tipo de residuos. ¿Se le puede llamar progreso a esa alocada producción de bienes que solo beneficia a unos pocos, mientras provoca tanto daño a la mayor parte de la humanidad?
Detrás de todo eso está el ser humano, que no acierta a conducir las cosas por caminos más seguros. Por eso, la pregunta más concreta es otra: ¿A dónde vamos nosotros los humanos dejando sin pan y sin trabajo a tantas gentes con tal de conseguir el bienestar de los más afortunados? ¿A dónde vamos hundiendo en el hambre y la miseria a pueblos enteros? ¿Nos vamos acercando así a alguna meta digna del ser humano? ¿Caminamos así hacia una plenitud?
Con este horizonte no es extraño caer en el pesimismo y en actitudes derrotistas. Por eso resultan tan sorprendentes las palabras con las que el ángel anuncia a María el nacimiento del Salvador y que, en el fondo, están dirigidas a toda la humanidad: «Alégrate ... El Señor está contigo.» Es cierto que el horizonte puede parecer sombrío; el ser humano puede destruir el mundo y provocar su propio hundimiento. Pero no está solo. Dios está con nosotros. Es posible la salvación.
Esta fe es la que sostiene al creyente en la esperanza y le anima a trabajar siempre por un mundo más humano. Llegará un día en el que, según las hermosas palabras del Apocalipsis, Dios mismo «enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni llanto, no habrá gritos ni fatiga, pues el mundo viejo habrá pasado» (Ap 21, 4). Esta es la promesa de Dios a los hombres. Y los creyentes confiamos en él. María, la madre del Salvador, es nuestro modelo.
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
Difunde confianza y alegría en la Iglesia. Pásalo
Un filósofo aseguraba que «el mundo no va a ninguna parte». Se oponía así, desde su visión filosófica, a tantos hombres y mujeres que, a través de los siglos, se han atrevido a esperar un futuro no solo mejor, sino nuevo.
¿A dónde va el mundo con tanto dolor? Esta pregunta no es nueva. La han repetido de mil maneras los hombres en momentos trágicos de guerras, en el azote de pestes terribles, en medio del exilio o ante catástrofes naturales. Hoy, de nuevo, cristianos y no cristianos se la plantean en el fondo de su conciencia: ¿A dónde va el mundo?
No es una cuestión arbitraria. No es tampoco una pregunta científica que busca satisfacer nuestra curiosidad. Es un interrogante profundamente humano, pues, de alguna manera, intuimos que en él nos va la vida y el destino último de la humanidad.
La pregunta se despierta en nosotros cuando nos informan de la velocidad con que se talan los árboles en las selvas, o de la desertización de grandes zonas de la Tierra; cuando nos alertan de los daños irreparables de los accidentes nucleares, o nos advierten de los efectos peligrosos de cierto tipo de residuos. ¿Se le puede llamar progreso a esa alocada producción de bienes que solo beneficia a unos pocos, mientras provoca tanto daño a la mayor parte de la humanidad?
Detrás de todo eso está el ser humano, que no acierta a conducir las cosas por caminos más seguros. Por eso, la pregunta más concreta es otra: ¿A dónde vamos nosotros los humanos dejando sin pan y sin trabajo a tantas gentes con tal de conseguir el bienestar de los más afortunados? ¿A dónde vamos hundiendo en el hambre y la miseria a pueblos enteros? ¿Nos vamos acercando así a alguna meta digna del ser humano? ¿Caminamos así hacia una plenitud?
Con este horizonte no es extraño caer en el pesimismo y en actitudes derrotistas. Por eso resultan tan sorprendentes las palabras con las que el ángel anuncia a María el nacimiento del Salvador y que, en el fondo, están dirigidas a toda la humanidad: «Alégrate ... El Señor está contigo.» Es cierto que el horizonte puede parecer sombrío; el ser humano puede destruir el mundo y provocar su propio hundimiento. Pero no está solo. Dios está con nosotros. Es posible la salvación.
Esta fe es la que sostiene al creyente en la esperanza y le anima a trabajar siempre por un mundo más humano. Llegará un día en el que, según las hermosas palabras del Apocalipsis, Dios mismo «enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni llanto, no habrá gritos ni fatiga, pues el mundo viejo habrá pasado» (Ap 21, 4). Esta es la promesa de Dios a los hombres. Y los creyentes confiamos en él. María, la madre del Salvador, es nuestro modelo.
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