Domingo XVIII del tiempo ordinario
Jesús se hace presente
Nosotros le vimos en Emaús. Bueno,
mejor dicho… nos vio Él a nosotros. Estábamos ciegos por el dolor y el llanto.
Frustrados, rotos, traicionados… ¡Menudo estafador! ¡Él, que nos prometió
instaurar la suerte de Israel! Huíamos de todo aquello, con un sentimiento
amargo de traición y pena. Madrugamos, pues la noche era demasiado larga.
Cleofás iba delante. Yo, callaba detrás de él. Seguía sus pasos como cuando iba
detrás de los del Maestro. Así me entretenía y olvidaba pensamientos absurdos.
De vez en cuando una palabra, una queja.
Él se nos cruzó. ¡Qué torpes
estábamos! ¡Tantos meses con Él y ahora no le reconocíamos! Es que nos mataba
la pena, y no estábamos para mirar ni pensar. Hablaba, y hablaba. Era un
Maestro de la Ley, pero no como los de Jerusalén. No sabía nada de Jesús, pero
era como si lo conociera de siempre… Nos cayó bien aquel paisano...
Como se hacía tarde y no queríamos
parecer desconsiderados, le pedimos que se quedara con nosotros. ¡Las leyes de
hospitalidad obligan! Cleofás estaba más tranquilo. Yo observaba con un poco
más de calma. Nos sentamos a la mesa. Y algo pasó. No me preguntéis qué fue; no
sabría expresarlo. Como si se nos hubieran abierto los ojos, el alma entera.
¡Claro! ¡Él era el Maestro! ¡Y estaba vivo como nos prometió! ¡Si es que
teníamos el alma entera abrasada!
Echamos a correr. Aún lo recuerdo:
era oscuro, pero nos movía la alegría. No sé ni cómo llegamos vivos a
Jerusalén. ¡Mensajeros de buenas noticias queríamos ser, pero ellos se
adelantaron! ¡Ha resucitado –nos dijeron-, ha estado con nosotros! Nos
abrazamos, nos sentamos a hablar desesperadamente… Y era verdad: Él estaba
allí, como si nunca se hubiera ido. El resto ya lo sabéis: lo reconocimos al
partir el pan, y es como si aquella Cruz del Viernes fuera alimento, pan
partido, salvación regalada...
Dominicos
No hay comentarios:
Publicar un comentario