Los trabajos y las preocupaciones habían agotado las fuerzas del bienaventurado patriarca, y Dios, en su bondad infinita, quiso evitarle el cruel espectáculo de los sufrimientos y la muerte de Jesús: lo llamó al descanso eterno.
Los últimos días de su vida tan dedicada y santa fueron admirablemente consolados por aquella que la Iglesia llama Consoladora de los afligidos, Salud de los enfermos; María redobló su cuidados y ternura por su angélico esposo, cuando los sufrimientos y las enfermedades no le permitieron entregarse a su trabajo ordinario, y durante ese tiempo, el divino Obrero trabaja y provee, mediante su labor, a las necesidades de cada día. ¡Qué espectáculo y qué lección!
¡Cuánto dulcificarían los rigores de la enfermedad y la separación última los tiernos cuidados de María, la presencia y las santas palabras de Jesús!
La calma más profunda reposaba en su conciencia; una dicha celeste lo colmaba, sea cuando miraba a la Virgen Inmaculada, ese tesoro del que fue fiel y puro guardián, sea que encontrara la mirada de Jesús, esa mirada agradecida que le recordaba las penas, los cuidados, los trabajos que habían conservado la vida del Mesías; todo le era dulce, todo, pasado, presente, futuro, lo colmaba de delicias.
La vida era infinita, la eternidad iba a abrirse, y moría entre los brazos, sobre el corazón del Maestro y del Rey del cielo: Jesús le decía palabras inefables, María lloraba, los ángeles rodeaban este humilde lecho, y los patriarcas, los profetas, los santos de la antigua ley esperaban para regocijarse con él, el padre adoptivo del Mesías.
Oración
Hijo de Abrahán y de David, san José, cuya muerte estuvo llena de consolaciones y de paz, dígnate rezar por nosotros, pobres pecadores, cuando llegue la última hora; obtennos de Jesucristo el perdón de nuestros pecados, y recibe, con tu santa Esposa, nuestra alma entre tus manos benditas.
San José, protector de los agonizantes, ruega por nosotros.
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