"Ventana abierta"
SAL A LOS CAMINOS Y CERCAS, Y OBLIGA A ENTRAR
HASTA QUE SE LLENE MI CASA
Día litúrgico: Martes XXXI del
tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 14,15-24):
En aquel tiempo, dijo a Jesús uno de los que
comían a la mesa: «¡Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios!». Él le
respondió: «Un hombre dio una gran cena y convidó a muchos; a la hora de la
cena envió a su siervo a decir a los invitados: ‘Venid, que ya está todo
preparado’. Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘He
comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses’. Y otro dijo:
‘He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses’.
Otro dijo: ‘Me he casado, y por eso no puedo ir’.
»Regresó el siervo y se lo contó a su señor. Entonces, airado el dueño de la
casa, dijo a su siervo: ‘Sal en seguida a las plazas y calles de la ciudad, y
haz entrar aquí a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos’. Dijo el siervo:
‘Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio’. Dijo el señor al
siervo: ‘Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi
casa’. Porque os digo que ninguno de aquellos invitados probará mi cena».
Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
Sal a los caminos y cercas, y
obliga a entrar hasta que se llene mi casa
Hoy, el Señor nos ofrece una imagen de la
eternidad representada por un banquete. El banquete significa el lugar donde la
familia y los amigos se encuentran juntos, gozando de la compañía, de la
conversación y de la amistad en torno a la misma mesa. Esta imagen nos habla de
la intimidad con Dios trinidad y del gozo que encontraremos en la estancia del
cielo. Todo lo ha hecho para nosotros y nos llama porque «ya está todo
preparado» (Lc 14,17). Nos quiere con Él; quiere a todos los hombres y las
mujeres del mundo a su lado, a cada uno de nosotros.
Es necesario, sin embargo, que queramos ir. Y a pesar de saber que es donde
mejor se está, porque el cielo es nuestra morada eterna, que excede todas las
más nobles aspiraciones humanas —«ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón
del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9) y, por
lo tanto, nada le es comparable—; sin embargo, somos capaces de rechazar la
invitación divina y perdernos eternamente el mejor ofrecimiento que Dios podía
hacernos: participar de su casa, de su mesa, de su intimidad para siempre. ¡Qué
gran responsabilidad!
Somos, desdichadamente, capaces de cambiar a Dios por cualquier cosa. Unos,
como leemos en el Evangelio de hoy, por un campo; otros, por unos bueyes. ¿Y tú
y yo, por qué somos capaces de cambiar a aquél que es nuestro Dios y su
invitación? Hay quien por pereza, por dejadez, por comodidad deja de cumplir
sus deberes de amor para con Dios: ¿Tan poco vale Dios, que lo sustituimos por
cualquier otra cosa? Que nuestra respuesta al ofrecimiento divino sea siempre
un sí, lleno de agradecimiento y de admiración.
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