"ventana abierta"
De la mano de María
Héctor L. Márquez (Conferencista católico)
REFLEXIÓN PARA EL
SÁBADO DESPUÉS DE EPIFANÍA
“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.
Continuamos viviendo este tiempo de Navidad
“extendido” durante estos días entre la Epifanía y el Bautismo del Señor. Y
como para que no se nos olvide que aquél niñito que nació en un pesebre hace
apenas 17 días continúa presente entre nosotros, escuchamos a Jesús decirnos:
“Ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Esa frase constituye el punto culminante del
pasaje que nos brinda el Evangelio de hoy (Mc 6,45-52).
El trasfondo de la frase es el siguiente: Jesús
acababa de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y había
instruido a sus discípulos que se subieran a la barca y se adelantaran a la
otra orilla mientras Él despedía a la gente. Tal vez Jesús no quería que los
discípulos se contagiaran con la excitación del pueblo por el milagro, o mejor
dicho, por el aspecto material del milagro, ignorando el verdadero significado
del mismo; esa tendencia tan humana que tenemos de confundir lo temporal con lo
eterno.
Esto se pone de manifiesto cuando al final del
pasaje de hoy el evangelista, al describir la reacción de los discípulos en la
barca, nos dice: “Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían
comprendido lo de los panes, porque eran torpes para entender”.
Volviendo al relato, cuando la barca en que
navegaban los discípulos iba a mitad de camino, siendo ya de noche, Jesús se
percató que tenían un fuerte viento contrario y estaban pasando grandes
trabajos para poder adelantar, así que decidió ir caminando hasta ellos sobre
las aguas. Al verlo creyeron que era un fantasma, se sobresaltaron, y dieron un
grito. Fue en ese momento que Jesús les dijo: “Ánimo, soy yo, no tengáis
miedo”. Inmediatamente la Escritura añade: “Entró en la barca con ellos, y
amainó el viento”.
Resulta obvio que los discípulos no habían
comprendido en su totalidad el verdadero significado y alcance del milagro de
la multiplicación de los panes y los peces. De lo contrario, sabrían que, más
que un acto de taumaturgia (capacidad para realizar prodigios), como podría
hacerlo un mago, lo que ocurrió allí fue producto del Amor de Dios. Si lo
hubiesen entendido, estarían inundados del Amor de Dios, estarían conscientes
de la divinidad de Jesús, y no habrían sentido temor cuando lo vieron caminar
sobre las aguas.
La primera lectura de hoy (1 Jn 4,11-18), en la
que Juan continúa desarrollando su temática principal del Amor de Dios y de
Dios-Amor, establece claramente que “quien permanece en el amor permanece en
Dios, y Dios en él”, y que en el amor no puede haber temor, porque “el amor
expulsa el temor”. Es decir, el amor y el temor son mutuamente excluyentes, no
pueden coexistir. Y para recibir la plenitud de ese Amor, que es Dios, es
necesaria la fe (Cfr.
Mc 5,36: “No tengas miedo, solamente ten fe”).
¡Cuántas veces en nuestras vidas nos
encontramos “remando contra la corriente”, llegando al límite de nuestra
resistencia! En esos momentos, si abrimos nuestros corazones al Amor
misericordioso de Dios, escucharemos una dulce voz que nos dice al oído:
“Ánimo, soy yo, no tengas miedo”. Créanme, ¡se puede! Los que me conocen saben
que yo he logrado enfrentar situaciones que de otro modo hubiesen sido
aterradoras, con la alegría y tranquilidad que solo el saberme amado por Dios
podían brindarme. Porque Jesús “entró en la barca [conmigo], y amainó el
viento”.
“Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo” (Sal 23,4).
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